Apuntes para unas estampas madrileñas (XIV)
Elogio y exaltación del metro
Hace muchos años, en un bar muy castizo donde solía emborracharme a finales del pasado siglo, hubo una noche que el dueño me habló de lo raro que se la hacía ir a los sitios donde no hay metro. No porque necesariamente fuera a viajar en él, sino porque como buen madrileño, ir a un sitio cuyo subsuelo no estuviera horadado por sus túneles le resultaba extraño. Siendo el caso que a mí me ocurre igual, aunque nunca había llegado a considerarlo, al punto me rendí ante la certeza de su argumento.
Y fue que el otro día, que con motivo de la visita a la redacción de una revista con la que colaboro tuve que coger el tren de cercanías, me acordé de la observación de aquel amigo en mi viaje a un Madrid que se me escapa tanto por nuevo como por carecer de metro en sus inmediaciones. Adorador de las grandes distancias del Foro, que el metro une en el subsuelo como en una distopía de Aldoux Huxley, a mí el cercanías no me vale.
Mucho antes de aquellas conversaciones de borracho, cuando era un niño de seis años al que le daba miedo salir de Madrid porque fuera de su ciudad todo era raro, ya iba en el metro tan campante. Apenas llegaba a la taquilla para sacar el billete -de "ida y vuelta" o "combinado" que eran entonces-, pero volvía a casa solo desde Cuatro Caminos cuando mi madre se iba a dar clases particulares. Incluso creo recordar que me solté a leer con los carteles que anuncian sus estaciones. Lo cierto es que en ningún otro lugar he leído tanto como en mis innumerables viajes en sus vagones.
Y ahora, que como me hago viejo conducir está dejando de gustarme, comprendo que el metro me sigue entusiasmando, tanto o más que cuando de niño jugaba a memorizar las estaciones de sus distintas líneas, porque ir a un sitio donde no hay aún me resulta raro.
Publicado el 12 de septiembre de 2014 a las 00:15.